31 mar 2013

Dictátor (1)


El día llegó tan suave como áspero en una mezcolanza antónima de ternura y dureza. Los pasos del gran dictador se aceleraban a medida que realizaba su recorrido a través del túnel humano que su ejército había formado para hacerle paso con el debido respeto que se merecía.
El panorama lo completaba un pesado silencio que sugería respeto, a la vez que miedo. La masa de gente agrupada en la plaza la hacía impenetrable para cualquiera, dando una sensación de congestión absoluta, excepto por ese túnel.
Esa misma masa tenía una apariencia totalmente homogénea, pues no se distinguían los elementos que la componían, ni sus formas, ni sus aspectos, todo parecía del mismo color, el color humano.
Esa congregación de personas recibía silenciosamente a una figura que caminaba con pasos firmes, y cuya apariencia era la única forma individual percibida en ese lugar. Aún así, la  individualidad parecía más poderosa y grande que la congestionada masa que le hacía paso, siendo el único ser que gozaba de libertad de movimiento en la escena. El tiempo se detuvo.
Parecía como si el aire se solidificase y se depositase encima de esa masa homogénea  y la obligase a permanecer totalmente quieta y en un silencio absoluto.
En este mismo aire se percibía un fenómeno extraño, pues se respiraba silencio y se expiraba respeto.
La figura no tardó en alcanzar una plataforma elevada, que lo único que hizo fue ensalzar su individualidad y separarla definitivamente de la visión colectiva del grupo de gente.
Los rayos del sol inundaron su cuerpo, y se pudieron distinguir los detalles de su silueta. Miró al cielo, y esta luz permitió ver sus verdes ojos, que resplandecían bajo el astro rey.
Comenzó a pronunciar palabras en una voz potente y fuerte, que inundó toda la plaza. Palabras sustanciales que llegaron a la gente que se hallaba expectante. Parecía como si las palabras fueran el alimento que da un hombre a un animal amaestrado.
La figura cesó de producir sus elocuentes sonidos, y la masa inmóvil recobró su movimiento como si por acción divina fuese. Los gritos surgidos de la masa significaban la aclamación a las palabras proferidas.
Al mismo tiempo, de la masa surgió una música potente y vigorizante, y los gritos aclamantes se convirtieron en cánticos organizados y perfectos, fundiendo todas las voces en una voz colectiva. Mientras tanto, la figura elevada observaba a la masa cantar.
Terminado el canto, unas pocas palabras fueron de nuevo emitidas y la figura se bajó del palco, tomando contacto una vez más con la masa colectiva, la cual le hizo paso como si fuera la primera vez.
El gran dictador se alejó de la plaza y se sumergió en el mar colectivo humano, sumiéndose todo de nuevo en el mayor de los silencios.


Los viajes de Hakim (1)

Las nubes del cielo eran hermosas, me hicieron recordarla. Aquella cara indeleble, origen de tanta felicidad en mi vida. Esos ojos tan brillantes, llenos tanto de vitalidad como de muerte. Nunca pude concebir el hecho de que ella pudiera elegir uno de esos dos caminos, pero lo hizo. Su desaparición voluntaria de la faz de esta tierra me hizo sentir el hombre más desgraciado de mi tiempo, a la vez que me hizo ver que no sabía nada del mundo que me rodeaba. Fui incapaz de evitarlo, y por ello me abruma tanto su desaparición. Ella era mi eterna compañera, mi musa perfecta, merecedora de amor eterno.
Pero ella misma decidió su hado, su destino. ¿O su hado ya estaba predeterminado? Miles de dudas me surgieron a raíz de este siniestro acontecimiento. Nunca he dejado de rezarle a Allah en busca de respuestas a esas preguntas. 
Pero tal suceso no puede haber sido dispuesto por Allah, puesto que es de la más aciaga naturaleza. Entonces no hay utilidad en preguntarle a nuestro Padre sobre las razones que la obligaron a abandonar este mundo, y sobre todo a abandonarme a mí, para volver con Él en el cielo. 
¿Qué hacer, pues?Ponerse a recordar todo esto mientras espero dentro del Topkapı Sarayı, residencia del gran sultán Süleymán I, del cual me hallo esperando audiencia, contemplando las nubes del cielo, blancas como el algodón, parece inútil, pero es exactamente lo que mi mente procura. 
La relación entre mi amada perdida y mi solicitud de audiencia con el gran sultán se halla en un secreto descubierto a través mis largos viajes, durante los cuales la conocí, y por el cual la perdí. 
Estoy decidido a relatárselo a su majestad, puesto que es de vital importancia, y puede convertirse o bien en una bendición para nuestra tierra, o bien en una maldición que nos destruya a todos por igual. 
Pero mientras el sultán se halla ocupado, heme aquí expectante, contemplando el cielo y a veces bajando la vista, no pudiendo evitar admirar la gran belleza de lo que me rodea. En un instante las nubes habían desaparecido, y con ellas mis nubosos pensamientos. Sólo quedó la melancolía de mi soledad, y, quizás, una agónica esperanza cuya existencia era una contradicción a la lógica. 
En un pequeño lapso de tiempo fui llamado a la cámara de audiencia. Tras cruzar el majestuoso arco de mármol, fui conducido a una sala en la que reinaban los colores azul y rojo. Sinceramente no entiendo cómo me pude fijar en los colores, puesto que lo más notorio era sin duda la abundancia de súbditos en la habitación, todos luciendo un turbante largo, que me recordó a la forma de una torre que se enrolla sobre sí misma. Estos súbditos se dispersaron, y me dejaron paso para dirigir mi mirada al honorable sultán. Este se hallaba sentado en un trono bastante más pequeño y austero de lo que me esperaba, visto el palacio. Mas el sultán era lo que más destacaba, sin duda, en la sala. Ataviado de ropas doradas, su turbante lucía una forma distinta a el de los demás, siendo este más noble en su figura y en sus proporciones. Aún así mi mirada se fijó en este turbante, distinguiendo las diferentes capas de tela que lo formaban, y la pequeña corona que se hallaba resguardada en su interior, de la que sobresalían sus puntas doradas.
El silencio se hizo en la habitación, un silencio pesado y respetuoso. Anunciaron mi nombre al emperador, y este me ordenó presentar las razones de mi visita. 

Me postré con el debido respeto que se debe ofrecer a semejante emperador, dueño de un vasto imperio que comprende desde la frontera con las tierras cristianas en el oeste, las tierras egipcias que conforman la región de Misr en el sur, en el este Fars (Persia), y el norte colindante con tierras eslavas.
Inmediatamente le comuniqué humildemente a qué me dedicaba, y lo que me había aportado mi trabajo. La razón de mi visita era compleja, y larga de explicar para que fuera entendida. Por ello me instó a que no me extendiera, puesto que esperaba a más hombres, en especial a sus visires, con noticias de todos los rincones del imperio.
Así, le relaté lo más esencial de mi historia.